Una nube de drones

El primer dron apareció unos días después de navidad. Fue en una casa con pileta que quedaba en Rincón de Milberg, un barrio de casas de fin de semana al norte de Tigre al que se llegaba bordeando el río Reconquista por el viejo Camino de los Remeros.

Mi amigo Renato me había invitado a pasar las fiestas con él y su mujer, Vika. A lo mejor se agregaba una pareja amiga de ellos y también una amiga de Vika, pero no era seguro.

Aunque era una buena ocasión para despejarme un poco y bajar los decibeles de la vida de ciudad, en un primer momento le dije que no. Tenía que terminar un cuento para cerrar mi libro y debía entregarlo al editor el primer día hábil después de las fiestas. Además iba a pasar la navidad en la casa de mi ex, cuyos padres tenían problemas para asimilar nuestra ruptura y año tras año nos seguían invitando a ambos por el solo hecho de que aún nos llevábamos bien. Lo peor era que lo de navidad ya estaba arreglado y no podía deshacerlo. Pero después me di cuenta que, claro, me iba a quedar colgada la fiesta de año nuevo, y me agendé llamar a Renato para rectificar.

Pasé la navidad como estaba planeado y unos días después estaba cómodamente instalado en una reposera bajo el mesurado sol de diciembre, con una malla vistosa, leyendo y corrigiendo el borrador de mi cuento en el ipad junto a la pileta de Renato; y sorpresivamente, a mi lado había dos lindas mujeres: una era Olga, la amiga de Vika; y la otra una amiga de la primera que buscaba desembarazarse del período de exámenes de la facultad, que se llamaban Michelle.

La pareja amiga de Renato, que en un principio se dijo que iba a ir, no se había presentado. Habían tenido no sé qué problema con el coche y decidieron cancelar. Por eso íbamos a ser cinco en la casa para pasar el año nuevo: Renato: el anfitrión, Vika: su mujer, y las dos chicas amigas: Olga y Michelle, a quienes enseguida de verlas —sin que lo supieran— bauticé cariñosamente “damigacelas”: una mezcla sexy entre gacelas y damiselas.

Cuando Renato me las presentó en el jardín, luego de acomodar mi bolsito en una habitación del segundo piso que había destinado para mí, ellas estaban acostadas boca abajo en las reposeras, mirándose de frente, cada una con el cabello soplado hacia atrás y se hablaban en secreto. Parecían estar flotando en la misma burbuja de agua o de aire, como si no necesitaran nada más que su propia compañía para disfrutar la mañana.

Yo traía puesta la malla ridícula que mi amigo me había prestado momentos antes en la habitación porque había olvidado llevar la mía. No hay nada más humillante que presentarse ante dos chicas desconocidas y en bikini, más si son jóvenes y lindas, vestido únicamente con unos cortos colorinches que encima te quedan grandes. Igualmente ridículo era el color blanco oficinista de mi piel. Y por si fuera poco, también estaban mis rollitos, que tímida pero impiadosamente comenzaban a brotarme como hojas por los laterales.

A pesar de mis temores las chicas me recibieron con naturalidad, dando por sentado que a una persona como yo la estética no le interesaba en lo absoluto. Las dejé creer que era así. Pero un poco me preocupaba cómo iba a caerles a esas chicas con fuselajes tan perfectos.

Me pareció ver una sombra deforme correr a toda velocidad sobre el césped. Un pájaro, quizá, que había cruzado el cielo.

Renato me alentó a que me relajara y me pusiera cómodo, que me comportara como si estuviera en casa. Después me dejó con las chicas y se fue adentro a preparar una lista de compras. Yo tenía mi ipad y el cuadernito que uso para anotar ideas y me instalé junto a ellas en una de las reposeras del jardín. Ambas se mostraron curiosas por lo que yo escribía en mi pantallita. Querían que les contara de qué se trataba, si era una historia verídica, en qué se basaban mis personajes, todo. Y como una cosa lleva a la otra, terminamos hablando de lo que leía cada uno. Michelle había empezado una novela la mañana que llegué. Y Olga estaba en un impase con la lectura, quería retomar y por eso me pidió que le pasara por bluethooth algo de lo que yo traía en mi teléfono.

Al rato vinieron Vika y Renato a avisar que se iban en el auto al Carrefour que quedaba del otro lado de la ruta 27 para hacer las compras para la noche de año nuevo. Dijeron que el almacén que tenían frente a la casa, Don Chiche, no estaba tan bien provisto como el otro. Preguntaron si necesitábamos algo y también si alguno quería acompañarlos. Me apresuré a decir que prefería quedarme, para fijar posición antes que Olga o Michelle opinaran en contrario. Ellas alegremente se plegaron a mi decisión, lo que me alegró a mí también.

Nos quedamos los tres enganchados. Como apenas nos estábamos conociendo hablábamos sin parar y nos pisábamos para preguntarnos cosas. Soplaba un aire fresco que traía el olor del agua, tierra y plantas del Reconquista. Por casualidad alcé la vista en vertical y descubrí un dron que flotaba fijo y silencioso en el límpido cielo azul justo sobre nosotros.

Cuando se lo señalé a Olga y a Michelle salieron corriendo aterradas a los gritos. Dejaron tiradas las reposeras y se pusieron como locas. Se refugiaron bajo el porche de la casa. Decían que seguramente el dron las estaba filmando en bolas.

El aparato se mantenía flotando a buena altura y giraba sobre sí para apuntar su cámara hacia donde estaban las chicas. Ellas, tomadas de la mano, intentaban ocultarse detrás de una de las columnas del porche.

Traté de mantener la calma y al mismo tiempo calmarlas a ellas, pero me fue imposible. Descontroladas como estaban me gritaban que eche al dron del lugar. Tomé un pedazo de laja floja que había en el borde la pileta, me acerqué hasta situarme debajo y se lo arrojé. El dron efectuó un movimiento elegante, primero hacia arriba y luego hacia un costado, y el trozo de laja le pasó muy cerca de una de sus hélices sin atinar. Corrí lo más veloz que pude para buscar un segundo trozo, pero antes de alcanzar el borde de lajas flojas tropecé aparatosamente al intentar saltar por sobre una de las reposeras, rodé por el pasto y caí dentro de la pileta. Para cuando logré salir del agua y llegué donde estaba el dron, éste ya se había ido, tan furtivo como había llegado.

Quedamos alterados el resto de la tarde. No podíamos hablar de otra cosa, y cuando Renato y Vika llegaron a la casa ni siquiera los dejamos bajar las compras del auto. Como tres niños salimos corriendo hasta la vereda a contarles la aventura que habíamos vivido con el dron. Para ese momento nos sentíamos más relajados y pudimos contarles la historia con un poco humor. Gritábamos y nos reíamos a carcajadas, y cada vez que repetíamos lo que había pasado le encontrábamos otro detalle gracioso al asunto.

El hombre del almacén de enfrente, Chiche, estaba sentado a la puerta junto con su mujer, que se llamaba Lumínica.

Lumínica y Chiche, al escuchar lo que contábamos, se metieron en la charla desde donde estaban sentados. Aseguraron que habían visto ya varios aparatos, y nos advirtieron que tuviéramos cuidado porque según se decía en el barrio los drones estaban causando muchos sustos por la zona.

Era la hora de la cena y todavía seguíamos hablando de eso. Mientras comíamos las pastas con boloñesa que yo había preparado hacíamos apuestas sobre quién podía estar detrás los comandos del aparato. Empezamos especulando seriamente y a medida que los cadáveres verdosos de las botellas de vino se fueron acumulando sobre la mesa terminamos diciendo los más absolutos disparates.

Michelle sostenía que el dron debía pertenecer a un adolescente que vivía del otro lado del Reconquista, donde estaban los countries con las casas más grandes y caras. Seguramente se lo habían regalado los padres en la navidad y el pibe todavía estaba aprendiendo a manejarlo. Vika compartía esa idea pero sostenía que, además del chico que recibió el dron de regalo, debían existir también otros dos o tres amigos más grandes que él, onanistas todos, que usaban el dron del chico para grabar mujeres casi desnudas tomando sol en las piletas del barrio. Por mi parte, con varias copas de más al igual que el resto, aseguraba que detrás de la maniobra debía estar el gobierno de los K o quizá también estuviesen involucrados sus socios chinos o los rusos. Olga me preguntó, un poco descolgada de esa charla, si tenía novia, porque su teoría era que una de mis “tantas novias” —dijo así— me había hecho seguir con el dron al enterarse que en la casa había otras mujeres. Me dio la impresión de que me estaba haciendo caritas. Fue Renato quien aportó quizá la mejor de todas las teorías. Dijo que todos éramos unos perfectos borrachos, que se retiraba a dormir y nos aconsejó a todos hacer lo mismo.

Me hubiese gustado quedarme un rato más charlando con ellas aquella noche, para conocerlas un poco más. Ambas tenían algo que me imantaba. Pero eran fuerzas atractivas diferentes. No sabía cuál de las dos me caía mejor. La borrachera que me había agarrado lo hacía aún más difícil. Para no meter la pata preferí hacerle caso a Renato y me marché a mi habitación.

A mitad de la madrugada alguien tocó la puerta. Eran ellas. Querían mostrarme algo, me dijeron. Hablaban en voz baja, estaban en pijamas, un poco despeinadas y las noté preocupadas. Les pedí tiempo para tirarme algo de ropa encima pero me explicaron que era urgente. Me llevaron por el pasillo y la escalera hasta la habitación donde dormían juntas, que estaba justo debajo de la mía. No voy a mentir, todavía manipulado desde adentro por el alcohol, mientras bajaba la escalera en calzoncillos trataba de calcular para qué me llevaban. Fantaseé con la idea de que íbamos a terminar enredados en su habitación. Pero más bien era todo lo contrario, querían mostrarme unos videos en Youtube.

En el primero que me mostraron salían ellas besándose y haciendo topless en las reposeras del jardín a plena luz del día. Un perfecto plano cenital de las colas en tanga y luego los besos entre ellas repitiéndose hasta el hartazgo, casi tanto como el de Madonna y Britney. En el siguiente video que me enseñaron salía mi cómico y fallido intento de echar al dron, mi tropiezo y caída al agua, editado con cartelitos flúo que ponían crash, pum, splash, como en la vieja serie de Batman, con música tipo Benny Hill de fondo.

También me mostraron otros videos grabados por drones y subidos a la red por diferentes usuarios. Salían perros y gatos furiosos intentando dar caza a los drones, o chicas en topless defendiendo su reputación a los toallazos, o parejas sorprendidas desde la ventana en la intimidad de sus habitaciones a mitad de la faena. Había toda una comunidad de drones bromistas.

Me pidieron que no contara nada. No dijeron sobre qué. Creí que se trataba del video de su beso. De paso me reclutaron para que las ayudara a llevar a cabo su venganza. Querían juntar piedras y palos para tenerlos escondidos cerca de las reposeras. Si el aparato volvía pensaban derribarlo y hacer una fogata.

Las ayudé al día siguiente por la mañana. Juntamos ladrillos rotos y los camuflamos bajo las reposeras con algo de pasto. Corté un palo de escoba viejo y le di la mitad a cada una. Les expliqué cómo podían lanzarlos o usarlos como espadas de madera. Ellas ocultaron los palos cada una junto a su reposera y los cubrieron con pasto.

Los días siguientes no bajé a la pileta por la mañana. Desayunaba temprano y subía a escribir a mi cuarto. De vez en cuando me asomaba al pequeño balcón que tenía mi habitación para ver qué hacía el resto. Michelle y Olga pasaban el día al sol, charlando y exhibiéndose casi desnudas en las reposeras para atraer a los drones. Olga de vez en cuando leía en su teléfono un libro que yo le había pasado. Michelle no leía nada, parecía haber finalizado la novela que había iniciado a mi llegada. La tenía oculta a la sombra de su reposera. Prefería aburrirse que releerla o empezar una nueva. En cuanto a Vika y Renato, entraban y salían del cuadro. A veces andaban por la casa y a veces agarraban el auto y salían a pasear o se iban a la casa de sus amigos.

Durante esos días las chicas esperaron en vano que llegara su revancha. Se ponían las tangas más cavadas que tenían y aprovechaban para darse besos de lengua bajo el sol para atraer a los drones. Pero ninguno les dio el gusto de aparecerse por la casa. Eran un bello espectáculo sólo para mí.

Michelle se paseaba por el jardín con su cabellera rubia y pesada que le caía hasta arriba de la cola pulposa y redondeada que continuaba en unas piernas largas y doradas por el sol. Olga tenía el pelo oscuro y lleno de bucles, que mantenía apartados del rostro con alguna vincha tejida con hebras de colores o sujeto hacia los lados con hebillas con flores de tela para que siempre se vieran sus faroles despiertos y chispeantes.

Recién la noche de año nuevo vimos un enorme y luminoso dron sobrevolando la mesa festiva con que recibíamos el año junto a la pileta. Apareció ya pasada la medianoche. Salió de atrás del techo de la casa de enfrente y estuvo girando y haciendo maniobras sobre nosotros. Estaba cubierto de leds color ámbar, lila y coral que parecían titilar al ritmo de la música que teníamos puesta en el patio. Al moverse dejaba una estela luminosa en el cielo. Michelle se tentó de ir en busca de los palos lanza para derribarlo pero Olga la frenó. Le dio la impresión de que el dron quería hacer las paces con ellas, dijo. Vika opinó lo mismo, dijo que si eso era lo que hacían los drones a ella le encantaban. Renato y yo nos quedamos mirando sorprendidos los jueguitos aéreos que hacía el dron para intentar cambiarles el humor a las chicas.

Sobre los techos oscuros y lejanos de las casas vecinas se abrían manos gigantes con centenares de dedos brillantes que nos saludaban. Poco a poco iban disolviéndose hasta transformarse otra vez en oscuridad. Antes de que desaparecieran totalmente se oía el eco lejano del estruendo que había dado origen a su luz.

De pronto oímos un estampido diferente, mucho más cercano y alarmante. Vimos que el dron se tambaleaba en el aire y que sus luces titilaron por última vez antes de que comenzara a perder altura. Golpeó el tanque de agua del almacén “Don Chiche” y desapareció tras el muro de la terraza. Durante el resto de la noche no volvimos a ver ningún otro dron surcar los cielos de la casa.

Al día siguiente Renato y yo nos cruzamos temprano en el pasillo de abajo que conducía a la cocina. Me dijo que Vika iba a seguir durmiendo. Había tratado de quedarse durmiendo con ella pero una vez despierto no podía volver a dormirse. Lo entendí porque a mí me pasaba exactamente lo mismo.

Antes de cruzarme con Renato yo había pasado por la puerta de las chicas y la había encontrado cerrada. Quería saber si estaban despiertas y había puesto la oreja contra la puerta. No se oía el más mínimo suspiro. Justo en ese momento fue cuando me vio Renato.

Después de desayunar me propuso que saliéramos a correr. El venía entrenando desde hacía un tiempo y ya estaba en buena forma. A mí me costaba mantener su ritmo. Demasiado tiempo sentado frente a la pantalla de la notebook, le expliqué. Él, por el contrario, trabajaba en una oficina del centro unas pocas horas por la mañana y le quedaba bastante tiempo para correr en la cinta del gym que tenía el edificio donde estaba su empresa.

Dimos una vuelta de 4 o 5 kilómetros por las calles enroscadas del barrio. El sol parecía acompañarnos detrás de unas finas nubes de gasa color crema. Hablaba él, porque yo apenas si podía mantener el aliento.

Sobre lo que había visto en el pasillo, cuando nos cruzamos, me aconsejó que no perdiera el tiempo. “Son chicas diferentes, raras”, me dijo. Cuando le pregunté en qué sentido eran raras me respondió “En todos, ya te vas a dar cuenta”. Continuó diciéndome que él sabía que a mi seguramente me iban a gustar porque yo, a mi manera, también era raro y me atraían esas cosas, y aunque él ya sabía que yo no iba a hacerle caso, me advirtió que me mantuviera al margen.

Cada vez que me contaba algo sobre las chicas, en lugar de espantarme —como él hubiese deseado— lograba despertarme más y más curiosidad. Traté de tirarle la lengua para que me contara todo lo que él sabía sobre ellas.

Vika había conocido a Olga en un grupo de meditación y se habían hecho amigas. Luego de un tiempo comenzó a venir los fines de semana y le pidió a Vika si podía traer una amiga de ella, que resultó ser Michelle. Así empezaron a venir juntas a la casa.

Renato, como buen hombre —fantasioso al igual que yo— empezó a sospechar que Michelle y Olga estaban saliendo entre ellas. Por si fuera poco cada una tenía su novio por su lado. De hecho el novio de Michelle se había presentado a la puerta de la casa por sorpresa la noche de Navidad, después de las doce, con una botella de “extra brut” en la mano. Olga no quería dejarlo pasar porque consideraba que era el tiempo de ellas. Al parecer habían discutido fuerte entre ellas y finalmente Olga lo dejó pasar. El muchacho se quedó la noche buena en la casa sin sospechar nada y se marchó a la mañana siguiente. Michelle y él habían dormido en el cuarto de arriba que ahora tenía yo. Mientras el muchacho permaneció en la casa Olga se había sacado, al punto que cuando finalmente el chico se fue, quedaron peleadas entre ellas y casi no se hablaban. De a poco las cosas se fueron componiendo en los días siguientes y para mi llegada ya se habían arreglado otra vez.

Después de dar toda la vuelta nos detuvimos exhaustos frente al almacén “Don Chiche” para comprar agua mineral.

En el almacén, el hombre llamado Chiche le mostraba una escopeta calibre 12 a un muchacho al que le decía Migue o Miguel indistintamente. Era evidente que se trataba de uno de sus empleados. Le contaba que con esa escopeta había cazado patos en los Esteros del Iberá, en Corrientes, alguna vez; y que la noche anterior le había atinado a un dron que se le había metido en la propiedad. Junto a la puerta del fondo estaban los restos del dron que cuatro cachorritos de labrador se encargaban de terminar de destruir.

Nos atendió Lumínica, la mujer de Chiche. Mientras nos despachaba el agua mineral oímos que discutía con el marido por haber derribado el aparato. “Seguramente en alguna parte hay un chico llorando por su juguete”, le dijo. El hombre porfiaba que de ninguna manera eso era un juguete, que era un arma, y le preguntaba a la mujer si no había visto los documentales de la tele. Con uno similar habían volado un campamento terrorista en Irán. “Nos estaba espiando, quizá quería jodernos”, le dijo.

Por la tarde, mientras estábamos todos en la pileta, oímos una discusión que venía de afuera, al parecer, del almacén de enfrente. Renato me acompañó a ver qué sucedía mientras Olga, Michelle y Vika prefirieron aprovechar los últimos rayos de sol que dejaba entrar la casa.

Frente a la puerta del almacén había estacionado un móvil de la policía. Un hombre de traje sin corbata y un par de oficiales discutían con Chiche por el dron. Alguien del country que quedaba del otro lado del río había hecho una denuncia por destrucción de propiedad privada y los tres hombres venían a investigar qué había pasado. Lumínica estaba por detrás de su marido tomándose el corazón.

Los hombres venían a llevarse el aparato caído y el arma, pero Chiche mostró el permiso para la escopeta y adujo que el dron había traspasado su propiedad. Tenía derecho a defenderla. El hombre de traje, un poco ofuscado porque Chiche no estaba dispuesto a dejar que se llevaran la escopeta, dio la orden a los oficiales para que cargaran el dron en el auto y se fueron. Pero le dejaron claro a Chiche que volverían con otra orden para el arma más tarde.

Cuando volvimos a la casa y se lo contamos a las chicas en la pileta, Olga se entusiasmó. Quería derribar su propio dron. Michelle estaba dispuesta a ayudarla. Juntaron algunas piedras más y las ocultaron estratégicamente en diferentes partes del jardín. También tenían los palos que yo le había cortado ocultos junto a las reposeras.

Después de estar al sol hasta la tardecita subí a la habitación para darme un baño. Michelle vino detrás. Dijo que estaba preocupada porque su novio podía ver el video en internet. Me pidió de salir el balcón para hablar.

Era la hora justa en que los tonos del cielo comienzan a virar del rosa al violeta. Es un instante tan breve que parece que nada puede cambiar, pero por detrás del cielo un mecanismo invisible se activa y todo se tiñe de otro color. Fue algo como eso. En un momento estábamos de pie hablando en el balcón y un segundo después ella quiso besarme. No sé si fue porque se dio cuenta de cómo la miraba yo cuando bamboleaba sus tetas de manera flagrante al gesticular con los brazos o simplemente porque estábamos en cueros y teníamos el cuerpo todavía caliente por la pileta y el sol.

Estaba a punto de besarme cuando vi a Olga abajo, recostada sobre una toalla al borde de la pileta. Su silueta se confundía con los brillos del agua. En un acto reflejo detuve a Michelle poniéndole la palma suave sobre el hombro. Nos quedamos mirándonos fijo, sin saber cómo seguir. Le cambió el rostro. Noté que se había enojado. Yo la hubiese besado, pero en ese momento caí en la cuenta de que era Olga la que en verdad me gustaba. Y Olga, que nos había visto así juntos en el balcón, salió corriendo de inmediato y se metió adentro.

Para el día siguiente las apariciones de drones se hicieron cada vez más frecuentes, y en algunos casos, hasta peligrosas.

Nos habíamos levantado a media mañana y habíamos ido llegando a la cocina guiados por el aroma a café recién hecho con que Vika nos esperaba casi a diario. Mientras desayunábamos todos juntos con la tele prendida en el noticiero local nos enteramos que durante la madrugada los vecinos habían sufrido intrusiones por aparatos no identificados.

Había nuevo intendente, que había asumido el cargo unos días antes. Atendiendo a las denuncias de los vecinos y apoyado por algunos concejales de su partido, en una conferencia de prensa, decía que iba a enviar al Concejo Deliberante una ley que prohibiera los vuelos de drones sobre la propiedad privada. Eran noticias barriales, nada de eso salía en las grandes cadenas de noticias nacionales. Por otro lado el canal también pasaban un video de una mujer enmascarada que se autoproclamaba la líder rebelde de los drones, y desde Youtube instaba a todos los dueños de drones a alzarse contra la ley que proponía el nuevo intendente.

Vika estalló en risas al verlo, y el resto la copiamos porque nos parecía tirado de los pelos que hubiera alguien dispuesto a seguirle el juego a una mujer que se ponía una máscara para hablarle a sus seguidores de Youtube. Pero había.

A eso de las once salimos al jardín y nos tiramos al sol como siempre. Me preguntaba qué le había contado Michelle a Olga sobre lo sucedido la tarde anterior en mi balcón.

Encontré un momento en que todos se fueron adentro y le confesé a Olga, a medias, como pude, que ella me gustaba. Ella no decía nada. Se limitaba a mirarme entre sonriente y extrañada a la vez. No acusaba rebote de lo que le había confesado, me puse nervioso e intenté besarla, pero ella, con tranquilidad, me detuvo, exactamente como yo había hecho con Michelle el día anterior. Quedé a unos pocos centímetros de darle un beso antes de que volvieran los otros.

Por la tardecita, después de que habíamos pasado toda tarde en la pileta, a Vika se le ocurrió prender la radio de su modernísimo teléfono para escuchar algo de música. Ni bien la prendió se oyó un informativo que con voz desesperada anunciaba que un par de drones habían arrojado dos molotov sobre la casa del Intendente. Más precisamente sobre el techo de paja del quincho que el intendente tenía en la parte trasera, que por supuesto, se había prendido al instante. En ese mismo momento había periodistas reportando desde la zona.

Renato dijo que la casa del intendente no quedaba muy lejos, que subiéramos al techo para ver. Salimos por el balconcito que había en mi habitación, trepamos un muro y de ahí saltamos al techo de tejas de la casa. Las tres chicas se quedaron viendo lo que hacíamos desde el patio. Usaban el antebrazo para cubrirse los ojos del sol y nos daban instrucciones. “¿Y?, ¿qué se ve?”, preguntaban a cada rato, mientras nosotros intentábamos llegar arriba de todo.

Una vez arriba, vimos que el cielo estaba dividido en dos por una oscura pluma de humo gris que se elevaba unos cincuenta metros por arriba de lo que debía ser la casa del intendente. Había muchos drones girando alrededor de la pluma y también sobre las casas vecinas mientras sus habitantes, desde los techos, intentaban derribarlos arrojándoles las cosas que tenían a mano. A lo lejos alcanzamos a oír los primeros disparos.

Por la calle frente a la casa pasó una cupé Chevy preparada, que parecía ser del 73’, color mora metalizado, con llantas cromadas y caño de escape doble. Adentro iban un conductor, con pelo largo atado en una cola de caballo; y por las ventanas laterales sobresalían los torsos de tres muchachos armados con pistolas que iban dando la alarma a grito pelado sobre algo que no alcanzamos a comprender bien. Atados con sogas del paragolpes trasero arrastraban tres drones que iban echando chispas y soltando partes detrás de la cupé. Dieron vuelta en la esquina y los perdimos de vista.

Renato y yo estábamos perplejos observando la invasión de drones. De lejos parecían enormes insectos revoloteando sobre las casas. Entonces oímos las voces de las chicas que habían subido hasta el balcón y nos pedían que las ayudásemos a subir al techo. Les pedí que treparan al murito y de a una las fui pasando. Me paré en una punta y tomándolas del brazo las impulsaba hasta donde Renato las recibía ya en el techo después de saltar.

Quedamos pasmados ante esa visión casi apocalíptica. La radio que Vika tenía en la mano seguía transmitiendo las últimas novedades del suceso. Ahora decía que una segunda oleada de drones se aproximaba desde la zona de countries cruzando el río Reconquista hacia donde estábamos nosotros. Michelle me tomó la mano y yo le tomé la suya a Olga. Temblábamos ante la inminencia de algo que no sabíamos qué era. Renato y Vika un poco más allá se abrazaron y me miraban con ojos inquisidores implorando una respuesta que yo tampoco tenía.

—¡Allá vienen! —gritó una mujer desde el patio vecino y a los chancletazos se metió adentro.

En la terraza del almacén se recortó el perfil de un hombre que en un principio no reconocí. Después me di cuenta que se trataba de don Chiche, que sujetaba su escopeta con ambas manos. Junto a él apareció el empleado, Miguel, con una 9 colgando del brazo. Otros hombres, portando armas largas, ballestas, pistolas y palos, se fueron posicionando en todas las terrazas y techos a nuestro alrededor. Miré hacia atrás y vi los techos erizados de siluetas oscuras. Un zumbido de insectos metálicos comenzó a crecer del otro lado del río, por donde la mujer había señalado. Los hombres en los techos montaron las armas y se dieron aliento unos a otros. Cuando miré hacia el frente otra vez, cruzando la vera del río sobre la línea de árboles, avanzaba hacia nosotros la nube de drones.


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