Voy hasta el viejo barrio de Palermo a buscar la gorra de gabardina azul con el lema “Make Argentina great again” que compré en Mercadolibre hace una semana. Vengo postergando este trámite porque el vendedor no me da la dirección. “Pasate cuando quieras”, me dice en el chat. “Y cómo querés que pase. ¿Conozco acaso la dirección? ¿Querés que adivine? Soy un poco mago pero no para tanto”. Al final me envía la dirección ya pasado el mediodía. “¿Venís en un ratito?”. “En un ratito nada”. Cada vez que quiero salir primero tengo que consensuar con mi mujer. Los chicos son abrojos, me siguen a todos lados, siempre quieren venir, hay que bañarlos, vestirlos, todo el circo. En un ratito no. Pero a veces, si soy lo suficientemente discreto y silencioso, si logro abrir los cajones sin que suenen los juguetes, entonces me puedo escapar. Le aviso en secreto a mi mujer que voy a salir y cierro muy suave la puerta. Una vez afuera sólo tengo que llegar a Niceto Vega al cinco mil y pico. Cruzo frente a las Galerías Pacífico y me tomo el 140, que va todo derecho por Córdoba. El mapa del celular me indica que debo bajarme en Bonpland. El viaje en fin de semana resulta muy rápido, demasiado, quizás. Hasta dan ganas de volver el tiempo atrás y que no exista el metrobús para las masas y que todo sea más relajado. Después de acomodarme en un asiento de la fila single, contra la ventana, y revisar el trayecto en mi pantallita, apenas si tengo tiempo a sacar las cosas que llevo para leer: Un libro de Daniel Molina, Autoayuda para snobs, y la revistita Multiversos que hace muy poco saqué de imprenta y que me gustaría revisar por centésima vez a ver si encuentro errores que se me hayan pasado. Me pongo a revisar la revistita y cuando levanto la vista ya estamos pasando Juan B. Justo. Guardo los lentes y las lecturas de vuelta en el bolso. Me pongo de pie y voy hasta la puerta y me alisto para saltar cuando lleguemos a Bonpland.
El edificio del vendedor queda a dos cuadras, casi llegando a Niceto esquina Carranza. Tengo que dar media vuelta a la manzana. Ni bien llego a la esquina me encuentro de frente la parada del 140 que voy a utilizar para volver. Hay dos personas esperando el colectivo: Un hombre grandote todo vestido de rojo y una señora vestida de negro que parece ama de casa. Paso de largo hasta la siguiente esquina. Mientras cruzo en diagonal la avenida vacía le envío un mensajito al vendedor para que vaya bajando. Me detengo en la puerta de un edificio que ocupa toda la vuelta. Es un edificio alto, moderno, decorado con listones intercalados de vidrio y madera. La gorra que compré, viniéndola a buscar, sale nueve mil. Hay que vender cientos de gorras como esa para vivir acá. Me debatía entre la azul y otra de color negro que dice “Las fuerzas del cielo” en letras doradas, que es un poco más skater y no me gustó tanto. Además, la frase podría malinterpretarse y hacerte creer que ya está, que si “Las fuerzas del cielo” te acompañan vas a ganar, y que si ya ganaste no hace falta nada más. Y la verdad es que el nivel de destrucción es tal, que va a hacer falta mucho más que “Las fuerzas del cielo” para lograr que este país sea grande otra vez. Sólo que esta vez hay que hacerlo enserio.
Veo al vendedor salir del ascensor y mezclarse en el reflejo del vidrio con los árboles que tengo a mis espaldas. Cuando abre la puerta me echa una sonrisa franca y estira la mano para agarrar la mía. Es un reconocimiento instantáneo, mutuo, cada uno es otra parte de la misma idea. Me pasa la gorra dentro de una bolsita blanca, casi transparente. “¿Querés revisar? Recién la saqué del taller”. “No hace falta, estimado”. A simple vista se ve la gabardina, los herrajes de metal, la banderita argentina bordada al costado. Me despido del vendedor y me voy contento con la gorra nueva.
En la esquina me saco la gorra que traigo puesta, la guardo en el bolso y me pruebo la nueva. Uso de espejo los vidrios de los edificios. El azul de la gorra es magnífico. Es como llevar un trozo de cielo enroscado en la cabeza. El lema en letras blancas de hilo bordado es todo un manifiesto, sobre todo teniendo en cuenta el detalle de la banderita argentina bordada en un costado. La gorra es mágica. No se puede poner en palabras el misterioso mecanismo por el cual le genera cortocircuitos al que no puede entender por qué hay una frase de Donald Trump junto a una bandera Argentina. Y además la frase está en inglés, chamigo.
Aprovecho para tomarme algunas selfies y así como como van saliendo las publico en X. Esto va a darle retorcijones a más de uno. Tengo varias amigas que me juran, perjuran y prometen que usar esta gorra es de misógino, cipayo, milico, autoritario, nazi, negacionista, machirulo, antiabortista, mataputos, sionista, pro-yanqui, genocida, facho, oligarca y tantas otras cosas que se tornan difíciles de recordar.
Lo que sé es que voy de regreso a casa. Seguro que cuando llegue los chicos me van a recriminar porque no les dije para venir, me van a decir que no les pregunté. Me acerco a la parada del 140. La señora de negro que esperaba el colectivo ya no está. El tipo de rojo todavía sigue ahí. Me paro un metro más allá, cerca del poste. Cuando se gira y me ve queda petrificado. Lleva anteojos negros, una gorra roja de River Plate, un jogging rojo de River Plate y un largo camperón rojo, también de River Plate, que le cubre el resto del cuerpo. No se mueve ni un milímetro. Así como se giró, quedó. Yo tampoco me muevo. Tengo ganas de decirle “El primero que se mueve es gallina”. Pero no quiero ser yo quien rompa el silencio. Me lo quedo mirando. Me alegro de no haber tomado mis anteojos oscuros que estaban sobre el aparador. Los que él lleva puestos me impiden ver las chispas del cortocircuito adentro de sus ojos. Me doy cuenta de que sufrió un shock porque el tipo quedó petrificado al ver la gorra. Seguro que no sabe que eso que él ama está en inglés, porque lleva el nombre de su club bordado en cada prenda que tiene puesta y aun así continúa sin poder verla. Probablemente tampoco sepa que se anotó en un club de un deporte inglés fundado por un radical. Me quedo mirándolo fijo hasta que llega el 140. Le hago una seña con el brazo en alto al colectivero y cuando se detiene junto al cordón me subo. Pago con la SUBE y me siento en una ventana del lado de la vereda. El tipo sigue ahí parado junto a la ventanilla. El colectivo arranca. En un momento parece que va a mover la boca para decirme algo, pero no, quedó del todo petrificado por la magia de la gorra.
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