Crónicas del Cabify VIII

Besares 1720: la altura del amor

Lunes otra vez. Todavía no entiendo cómo me dejé atrapar por las redes. Tengo cuenta en Facebook, en Instagram, en Twitter, y en otras redes que todavía no sé bien para qué sirven. Casi ni las uso, pero ahí están mis bonitos perfiles esperanzados en que alguien mande un mensaje, fingiendo lo bien que me va, quitándole horas al sueño, a lecturas más útiles y por seguro más nutritivas o a escrituras más verdaderas. La de Facebook la abrí cuando mis compañeros de la facultad decidieron armar un grupo para cada materia. Era una forma de estar al día con las tareas, los encargos y las fechas de entrega. Como algunos de ellos se pasaron a Instagram los seguí para no perder contacto. La de Twitter no sé para qué la abrí. No conocía a nadie que me interesara en esa red, y la mayoría de la gente la utiliza para defenestrar a otra gente, así que en seguida me di cuenta de que no sirve para hacer buenos amigos. Más bien, exacto lo contrario.

El otro día un usuario de Twitter, un tal @PeterAlfonseca, me preguntó si no me apenaba tener que trabajar de algo que nada tiene que ver con lo que a mí me gusta —ignoro cómo se enteró que me gusta escribir; por un lado, y por el otro, cómo se enteró que manejo un Cabify. Bueno, esto último lo cuento a veces en mis redes sociales, así que…—. El asunto es que me preguntó eso: si no me valía más trabajar en algo que tenga más que ver con lo mío. Por ejemplo: leyendo textos y haciendo informes para alguna editorial, o de corregir y traducir, de dar talleres o cursos o seminarios sobre escribir. En primer lugar, considero que esos son trabajos para escritores reconocidos —por no decir profesionales—; y yo siempre seré un profesional del amateurismo literario. Tampoco tengo demasiado claro que trabajar en una posición como la aconsejada por Peter sea lo más adecuado para un escritor siempre en ciernes. Menos para uno en constante aprendizaje. Lo más probable es que con un trabajo así termine desatendiendo mi búsqueda de un estilo propio, que nunca me permita encontrar esa voz que tanto busco y que, a la vez, me busca. Y quizá sea esa la razón por la que paso la mayor parte de mi tiempo leyendo sólo a los clásicos. Apenas, sutilmente, con dos deditos, puedo llegar a tomar algún ejemplar de la batea de la literatura contemporánea. Lo que para mí significaría, a mi modo de ver, y si el libro lo justifica, el encuentro con una literatura gratificante, pero cuyo camino está siendo recorrido por otro; y por lo tanto, vedado para mí. Yo prefiero tener todas mis expectativas abiertas. Tomar mi propio rumbo. Y en eso lo clásicos son los que más ayudan, porque uno sí puede tomar la voz de un camino que ha quedado muerto y continuarlo.

Mi trabajo en Cabify, aunque sé que no lo parece, tiene mucho más que ver con la literatura que cualquier otro trabajo que pudiera conseguir en el campo literario. Es acá donde suben y bajan las historias, donde hablo con la gente a la que le ocurren las cosas magnánimas y a la vez nimias que después cuento. No estoy tan seguro de que pudiera conseguir un trabajo mejor. Aun siendo millonario lo haría igual.

Sin ir más lejos, hará cosa de dos o tres días atrás subió una mujer de unos, digamos, cincuenta, o casi. Muy bien puesta la señora. Camisa de seda blanca con motivos floridos. Pantalón palazzo de esos rectos que marcan la cola, en tonos tiernos y suaves, como manteca. No quiero saber lo que llevaba debajo. Pero seguro algo de encaje y con tiritas, en color azul, imagino. Enseguida que subió, la cabina se inundó con el carácter fuerte de su perfume. Al final, tenía notas dulces y brillantes, no sé si frutales o como algas de mar. En telas y perfume, lo mejor, la señora.

Me indicó dirigir a Many hacia la calle Besares, entre 11 de Septiembre y 3 de febrero. Me había dado la altura, pero no alcancé a oír bien. Le pregunté si estaba segura de la dirección.

—Estoy muy segura, es Besares 1720: la altura del amor —dijo.

Con Many empezamos a movernos. No estábamos muy lejos del destino. Íbamos por calles relajadas y silenciosas. Todavía era de tardecita y los árboles hacían agujeros de luz sobre el pavimento tibio. Yo me quedé pensando en la última frase que había dicho la señora.

—¿La altura del amor? —le pregunté pensando que se trataba de una broma.

—Sí, exacto, el verdadero amor. Voy a ver a un ex que por pava dejé ir. No sé si ya pasaron más de quince años que no lo veo. Algo así. Con decirle que ni siquiera sé si todavía sigue en el mismo lugar donde lo dejé.

“Ahora es cuando se pone interesante”, pensé. Me daban ganas de ser yo el fulano al que una mujer así iba a buscar. Quizá esa pequeña envidia que sentí se debía a que no estaba del todo seguro de que mi mujer fuera capaz de hacer algo así por mí. Incluso le iba a aconsejar —si es que me lo pedía— que le recitara unos versos que yo una vez le leí a mi mujer:

 

No te pido nada

Lo mejor que tengas para dar

Si no tenés nada dámelo igual.

 

—¿Y él sabe que usted viene? —le pregunté.

—Por supuesto que no.

—¿Y le lleva algún regalo? —pregunté otra vez, inocente.

—Por supuesto: el regalo, el premio, soy yo —me aclaró.

El GPS me avisó que estábamos llegando a la dirección. Arrimé el auto lo más cerca posible del cordón, para que salte más tranquila a la seguridad de la vereda.

—¿Es acá? —le pregunté.

—¡Sí, reconozco esta casa! —me dijo—. Ésa es la puerta —señaló una puerta celeste a la sombra de un lapacho en flor—. No sabe las veces que me imaginé volver acá. Es increíble que todo siga igual.

Dudó un momento, pero al final se bajó y cerró la puerta. Yo me quedé sentado en el auto estacionado. Bajé el vidrio polarizado para ver mejor. En general me molesta muchísimo cuando —por caso— mi portero me hace preguntas que no le competen o se queda a ver cómo discuto con mi mujer. Pero ahora quería conocer el desenlace de esta historia.

—¿Y va a tocar? —le pregunté.

—Vine para eso —aseguró.

A mí las personas que se mueven por amor me conmueven hasta llegar a los huesos. No sabía si me iba a aguantar el corazón pero igual me quedé quietito y en silencio para ver. Antes de que ella toque el timbre le deseé mucha suerte, aunque estaba segurísimo de que si el tipo seguía ahí, ni siquiera la iba a necesitar.


Publicado

en

por

Etiquetas:

Comentarios

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.