Crónicas del Cabify III

Defender un puente

Ilustración: Charles Le Brun, Horatius Coclès défendant le pont du Sublicius, Londres, Dulwich Picture Gallery.

Lunes otra vez. Me toca escribir el resumen semanal de los viajes que hacemos con Many. Me pongo a pensar qué fue lo más destacado o trascendental que me ocurrió durante la semana. Enseguida me acuerdo de Verónica. Many y yo la llevamos a hacerse un análisis de sangre el viernes por la mañana. Fuimos desde Vuelta de Obligado al 2800 hasta Avenida Cabildo al 3500, donde hay un laboratorio de análisis clínicos. Serían más o menos las diez y media de la mañana y supongo que ella —al igual que yo— tampoco había desayunado. Íbamos en silencio hasta que ella me preguntó algo sobre el clima. En este trabajo se aprende muy rápido que cuando alguien te pregunta algo por completo trivial, en realidad lo que quiere preguntar es otra cosa, algo que en general es más profundo. Como siempre, contesto lo que sé: que vamos a tener un fin de semana a pleno sol, eso sí, con algo de frío, aunque más cálido el domingo. En realidad, mientras contesto la pregunta sobre el clima, sobre algún resultado deportivo o lo que sea, lo hago pensando en pasar lo más pronto posible a la siguiente pregunta, el plato fuerte. Y a veces, lo que quiere el pasajero no es hacer otra pregunta, sino algo más simple: a veces el pasajero quiere hacer una manifestación; que en el caso de Verónica, consistía en contarme lo que pensaba comer después de terminar con todos los análisis que debían practicarle ese día.

Pero me gustaría, antes de seguir, contar más cosas sobre Verónica. Supongo que Verónica tiene muchos menos años que yo —que tengo cincuenta—, pero no podría asegurarlo porque su rostro luce avejentado por los rasgos del síndrome de Down. Eso sin contar que soy pésimo para calcular la edad; lo que me hace vivir momentos incómodos, sobre todo cuando doy más años de los que la gente tiene. Me sentiría más cómodo, cuando me preguntan, si pudiera decir la edad que siento que tengo, que siento que la gente tiene. Creo que sería más justo y, de alguna manera, estaría diciendo más cosas sobre mí. La edad del documento sólo es otro parámetro, una etiqueta recortada que apenas si dice algo sobre las personas.

Cuando vi salir a Verónica del edificio donde vive me apresuré a desabrocharme el cinturón y a salir del auto para ayudarla a subir. Ella venía caminando sostenida por dos gruesas varas de bambú a las que le había puesto unas agarraderas de lana tejida. Se ayudaba con eso para caminar porque sus pies están torcidos hacia adentro. Las varas la ayudan a mantener el equilibrio. Le pregunté si quería poner el auto más cerca del cordón. Me dijo que no hacía falta, que le sostuviera la puerta y las varas mientras ella intentaba sentarse sola. Al final lo logró. Acomodé las varas en el asiento de atrás junto a ella y salimos hacia la clínica.

En el camino se me ocurrieron varias preguntas que quería hacerle. No le hice ninguna porque sabía de antemano que teníamos por delante un trecho que iba a mantenernos dentro de la misma burbuja alrededor de quince minutos. Quince minutos se pueden llenar con avenidas y gente y carteles y señales de tránsito. Se pueden llenar de silencio. Nosotros la pasamos hablando de sus citas médicas. Quizá este sea el momento adecuado para hacerle las preguntas pendientes, aunque ella ahora no pueda responderme. En primer lugar quería saber si vivía con sus padres o sola o con quién vivía. Quería saber qué había estudiado o de qué trabajaba. Quería saber, sobre todo, qué fuerza o poder o motivo tenía para levantarse temprano todos los días a continuar con los estudios médicos, que al parecer, le mandaban a hacer con bastante frecuencia.

Unos días antes había estado viendo en el programa de Viviana Canosa el caso de Esteban Bullrich, que sufre la misma extraña enfermedad que sufría mi ídolo de la infancia, Stephen Hawking, una enfermedad llamada ELA; y también me había hecho sobre ellos esa última pregunta del párrafo anterior. Que es casi la misma pregunta que —en otro programa de televisión visto en la semana— le había hecho un periodista a no me acuerdo qué escritor: ¿Por qué querés vivir? El viernes entero parecía resumirse —y quizá resolverse— en esa pregunta.

Pensé después si yo tenía una respuesta a esa pregunta: ¿Por qué querés vivir? Y sí, la tenía. Pero antes de decirla —y esto lo pienso ahora— me gustaría saber si esa respuesta que hallé no responde, al mismo tiempo, otra pregunta. Una que es contraria a la primera: ¿Y por qué cosas serías capaz de morir?

Recuerdo a Horacio, el soldado romano que defendió solo un puente ante el asalto de los etruscos. Él estaba dispuesto a morir por ese puente. Y por supuesto, también estaba dispuesto a vivir, a pesar de todas las heridas y cicatrices, para continuar defendiendo ese puente.

Yo construí con mis manos un hermoso puente. Un puente se construye de a uno. Cada quien es el constructor de su propio puente; también su defensor. Como en el caso de Horacio, mi puente me conecta con mi amada ciudad de Roma, con mi mujer, con mis hijos, con las personas y cosas que amo y que están todas del otro lado. Sin mi puente quedo solo. Y Verónica, lo mismo que Horacio, debe tener un puente que quiere defender, un puente por el cual vivir, por el cual morir. Así que la respuesta a las preguntas de por qué quiero vivir y por qué vale la pena morir es, en esencia, la misma.

¿Por qué puedo morir? ¿Por qué quiero vivir? Porque tengo que defender un puente.


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