Demadouldman

La manera en que mi mujer apareció en mi vida fue mágica, casi milagrosa. Lo había deseado con tanta fuerza que mi deseo se hizo realidad, y de la forma más inverosímil. Ocurrió hace algunos años, cuando estaba a punto de irme a vivir México y tenía las valijas hechas y el pasaje en la mano. Lo curioso es que hasta entonces, hasta que la conocí, sentía repulsión por los anglosajones y europeos, y nunca me hubiese involucrado con ella de no ser por lo que sucedió.

El edificio donde yo vivía era antiguo, y como tal, el departamento que alquilaba tenía la estructura típica de su época. Los techos eran altísimos y las habitaciones amplias, todas muy luminosas, algunas por la tarde y otras por la mañana. Dos de ellas daban a la calle, cada una con su balcón, y otras dos hacia el aire y luz interno. Como trabajaba en la casa (escribía artículos de tono revolucionario para una revista que intentaba crear una conciencia de unidad latinoamericana) había puesto mi escritorio en una de las habitaciones del frente, pues prefería tener buena luz para escribir; y reservé para mi dormitorio una de las habitaciones de atrás, que dejaba a mano el baño y la pequeña cocina, y que era más oscura después del medio día, para el caso que se me ocurriera dormir la siesta, ya que muchas veces escribía hasta muy tarde en la noche y al día siguiente andaba por las calles como sonámbulo. En la habitación contigua al escritorio instalé el comedor, con su balcón y las macetas con plantas que había heredado del inquilino anterior; que era un inglés al que, después de insistirle hasta el hartazgo para que se las llevara, tuve que prometerle que se las cuidaría. Según me había dicho, me las regalaba porque no le permitían llevárselas en el avión. Pero para mí, más que plantas y flores, me había regalado horarios y deberes. No sabía que cuidar plantas fuera tan complicado. Para no olvidarme las regaba cada vez que las veía, pero igual se fueron secando. Cuando consulté me dijeron que había que regarlas día por medio, para mantener la tierra húmeda, y no a cada rato. Pero ya era tarde, las plantas habían muerto ahogadas.

Mi trabajo me gustaba, y el dinero que ganaba, que no era mucho, me alcanzaba para vivir de forma modesta. Mi vida transcurría apacible y tranquila. Para mi suerte, el edificio donde alquilaba estaba casi deshabitado. Había muchos departamentos libres y en el resto vivía gente mayor. Rara vez me los cruzaba, y cuando eso se daba, nos saludábamos amables y cada quien se iba a hacer lo suyo.

Pero lo bueno está destinado a no durar; la “Teoría del caos” o vaya uno a saber qué, el hecho es que un día todo cambió: explotó la crisis. En cuestión de semanas el país entero entró en pánico. Las calles se convirtieron en un alboroto de gente corriendo a retirar sus ahorros de los bancos. Se dictaron medidas para detener la fuga de capitales, a las que bautizaron con  nombres tragicómicos. Así, en los diccionarios se escribieron nuevas acepciones para “corralito” y “corralón” y los bancos retuvieron el dinero de la gente. Los Presidentes caían uno atrás de otro y el dólar se disparó a casi tres pesos. Todo se tornó caos y desesperación.

En la revista las cosas empezaron a ir mal, eran un reflejo de lo que sucedía puertas hacia fuera. Arturo, el director, pasó de fumar una caja de cigarrillos a tres por día, y los que trabajábamos allí, que nos dábamos perfecta cuenta de lo que se nos venía encima, tratábamos de poner todo nuestro empeño para que las cosas mejorasen. En un esfuerzo descomunal y postrero, para no caer, trabajábamos el doble; en ediciones especiales, con más páginas, intentando incentivar al público. Pero un día Arturo nos reunió a todos en la sala y nos dijo lo que todos los redactores de alguna manera presentíamos con los ojos vendados:

—Muchachos, tenemos que cerrar —lanzó con crudeza y un tono agónico en la voz—, no podemos sostenernos más.

Así fue que me quedé sin trabajo.

Me recluí en el departamento, presa de la depresión y la impotencia. Comencé a buscar una salida, y a través de un amigo logré  conseguir un lugar como corresponsal para una revistita de Bogotá, a la que le enviaba una reseña mensual de lo que acontecía en Buenos Aires. Ni aún así lograba remontar: una nota mensual, en plata, no significaba nada. Tenía agujeros muy grandes que cubrir y me vi obligado a  buscar, además, otras alternativas.

Justo entonces un tal Martel —del cual después me enteraría que era un inversionista con contactos y la billetera gorda— compró de una sola vez todos los departamentos deshabitados del edificio.

En este país, si se tiene algo de dinero y contactos, siempre se cae bien parado; y este hombre los tenía. Semanas antes de la hecatombe, todavía con la paridad entre peso y dólar, había recibido un llamado previsor que lo alertó sobre la posibilidad de que el dólar se disparara a las nubes. Vació sus cuentas y envió todo el dinero al exterior. Luego, con la caída del peso y con dólares en la mano, el tipo podía comprarse media Argentina. Hizo un negocio millonario.

Para sacarle mayor provecho a sus inversiones, uno de sus asesores le hizo entender que le convenía alquilar los departamentos que había comprado. De esa manera el tal Martel no tenía que hacer desembolsos para pagar los impuestos de sus nuevas propiedades, los pagarían los mismos inquilinos. Así el edificio se llenó de extranjeros que buscaban estudiar en las universidades argentinas a muy bajo costo, y también claro, divertirse.

A medida que iban llegando los nuevos inquilinos se fue tornando cada vez más insoportable vivir en el edificio. Primero fue la música a todas horas que no me permitía concentrarme en mis escritos, a lo que después se sumaron los gritos, en distintos idiomas, que subían y bajaban por el aire y luz del edificio y retumbaban en mi habitación. Por último, los portazos y el ascensor yendo y viniendo, los correteos y conversaciones a viva voz en los pasillos y las fiestas nocturnas cualquier día de la semana. Todo era un pretexto para una fiesta.

Hacían una fiesta cuando un nuevo llegaba y hacían otra cuando se iba. Hacían fiestas de cumpleaños, hacían fiesta de disfraces en Halloween, fiesta de los enamorados en San Valentín, fiesta de Acción de Gracias y un montón de fiestas para otro montón de días que yo ni siquiera sabía que eran de fiesta. Todo el día escuchaba el griterío que esparcían sus reuniones y su estrepitoso deambular por los pasillos; sus fiestas de media noche me provocaban. Además de su irrespeto hacia los demás que vivíamos allí, me daban arcadas de saber que la gente los agasajaba y les tendía alfombras rojas en los lugares que frecuentaban sólo por el hecho de que traían unos cuántos dólares en el bolsillo.

Una noche, en la que trataba de concentrarme en mi boletín mensual, a mitad de una de sus fiestas, fui hasta allá decidido a tumbarles la puerta a golpes. Para mi sorpresa, al segundo o tercer empujón, la puerta cedió y fui a dar directo contra una mesa donde habían apoyado una torta y otras cosas. Todos rieron y se burlaron de mí, lo que hizo que mi cólera aumentara. Los increpé, y al que intentó ayudarme a que me levantara del suelo, me lo quité de encima con un fuerte empujón. El muchacho trastabilló y cayó cerca de un sillón donde había sentadas un par de chicas mirando la escena azoradas. Una de ellas me pareció muy bonita. Tenía la cabeza llena de rulos muy largos y en los ojos dos chispas azules que brillaron desde la penumbra del fondo. En ese instante todos retrocedieron y se silenciaron. Uno de ellos apagó la música y todos me miraron desorbitados. La habitación estaba llena de humo pues había cigarrillos y porros encendidos. En la mesa habían quedado algunos vasos cargados a salvo, junto a una jarra, y en el suelo botellas rotas y servilletas de papel diseminadas por todas partes. Aproveché que tenía sobre mí toda su atención y les escupí mi discurso en la cara; uno que había pensado de antemano, momentos antes. Nadie se atrevió a meterse conmigo. Me miraban sin hablar, pétreos y aterrados. Nunca supe si entendieron lo que les dije. Antes de retirarme, por si habían entendido y para que supieran que hablaba en serio, le quité a uno de ellos el porro que traía en la mano y lo arrojé dentro de la jarra de los tragos. Luego me marché dando un portazo. Como resultado de mi incursión, por esa noche, no se oyeron más ruidos en todo el edificio.

Los meses pasaban impíos y yo seguía sin hacer pie, sobrevivía a duras penas, me consumía los pequeños ahorros que tenía pagando las cuentas y el alquiler de la casa. Estaba a punto de asfixiarme cuando surgió la posibilidad de viajar a México, con trabajo y estancia arreglados por una editorial que requería mis servicios. Bendije esa posibilidad y me aferré a ella como al último trozo de madera capaz de salvarme del naufragio. De inmediato dispuse los preparativos para dejar el país, siempre a sabiendas de que cuando intentara llevar a cabo ese anhelo, chocaría contra una muralla irrebasable: mi apego por Buenos Aires. En ese momento yo ya me daba cuenta de que no me sería tan fácil dejar esta ciudad.

Con el paso del tiempo los ruidos y desórdenes habían vuelto a ser frecuentes en el edificio. Poco me importaba a esa altura de las circunstancias porque ya tenía vendidos los muebles, había rescindido el contrato de alquiler y mi pasaporte estaba en regla; en escaso tiempo más estaría trabajando en México. Con el alboroto que armé aquella noche sólo gané unas pocas semanas de tranquilidad, la admiración y agradecimiento de los ancianos del edificio y un pequeño respeto por parte de los nuevos. Cuando volvía a cruzarme con alguno de los extranjero en los pasillos del edificio bajaban la cabeza o miraban hacia otro lado pretendiendo no verme. A espaldas mías me llamaban “Demadoulman”. Nunca supe bien qué quería decir aquello ni me interesé por encontrarle una respuesta.

La noche de la partida cayó sobre mí en un living vacío, sentado yo en la única silla que me quedaba, metido en la penumbra que abrían de a ratos los carteles luminosos de la calle, mirando por la ventana. Como partía al día siguiente, tenía las valijas prestas no muy lejos de la puerta. Esperaba, dejaba correr el tiempo, en un estado de ambivalencia que me tenía paralizado. Por un lado quería estar ya en el día siguiente para no hacer tan larga y penosa la partida, quería marcharme en ese preciso instante para no tener que soportar, casi en agonía, las horas que aún me quedaban en Buenos Aires; y su vez, deseaba que esas mismas horas no pasaran nunca, para evitar murmurarle mi adiós obligado a la ciudad donde había vivido toda mi vida.

Se me ocurrió que si estaba obligado a marcharme, si tenía que darle el último adiós a mi ciudad; necesitaba que fuera en buenos términos. Deseé tener una mujer, y por una sola noche, de la misma manera en que poseía a Buenos Aires, poseerla y despedirme de ella como lo hacía con la ciudad: con un “adiós”, con un “hasta nunca”, que a través de la incertidumbre que despertara el amor de esa mujer, se viera transformado en una despedida que prefigurara un reencuentro, con la ciudad, con la mujer, convertido en un adiós incierto, sin fecha, en un “no sé hasta cuándo”, finalmente, en un “hasta siempre”.

Busqué entre mis cosas el atadito de billetes que me llevaba para el viaje, los conté, y gracias a la venta de los muebles, aparte del dinero necesario para llegar a México e instalarme, me sobraban cerca de doscientos pesos. Saqué la computadora portátil de su bolso y la conecté al enchufe del teléfono, me senté en el suelo mientras se establecía la conexión, y después me dediqué a buscar entre los sitios porno de la red uno que ofreciera servicios de acompañantes. Di con uno que mostraba fotos alentadoras y excitantes de chicas para los más variados gustos, a la vez que ofrecía un servicio que me pareció de lo más práctico para mi propósito: sólo había que marcar el número que figuraba debajo de cada foto para entrar en contacto con la chica elegida. Las había flacas transparentes y gordas Botero, rubias altas como soles y petisitas respingadas con aires de Pitufina, veteranas de la guerra del camote y Lolitas incipientes y afiebradas que hubieran hecho palidecer al mismo H. H. Elegí tres o cuatro del estrato intermedio, quiero decir: no muy altas, no muy flacas y de rostros armoniosos y frescos. Ninguna cumplía a rajatabla con el canon de belleza actual. Rubia, morocha o pelirroja, me importaba poco. Anoté sus números en una hoja de mi agenda y me dispuse a llamar, para lo que apagué la computadora y volví a conectar el teléfono.

Llamé a la primera: una caribeña de piernas broncíneas y macizas. Todo el tiempo que duró la breve conversación recordé los delicados trazos del rostro que había visto en la foto. Su voz de comadrona no encajaba con aquella imagen, pero sí su acento centroamericano. Aunque trató de convencerme, nunca llegamos a ponernos de acuerdo. No quería bajarse y me pareció muy cara para el pequeño resto de dinero con que contaba.

—Nene, ¿cuándo vas a tener otra oportunidad de acariciar un cuerpo como el que viste en la foto? —me dijo tratando de ganarme.
—No me da el cuero, Nair —le repliqué—, y como sigan así las cosas en este bendito país, creo que nunca —y colgué.

La siguiente llamada puso sobre el tapete a una tal Catalina: una morocha mal teñida con carita angelical y un trasero bajo la corta minifalda que de seguro abría grietas a su paso. Por lo visto en las fotos no pasaba los veintiuno. Tenía voz de trasnochada y de entrada me lanzó una perorata sobre lo mucho que necesitaba el dinero porque su novio la había abandonado con un niño a cuestas, que si no fuera por eso ella no se prostituiría. Me dijo que si ella estuviera sola, sin tener que cuidar de nadie, más le valía trabajar de cajera por dos mangos que prostituirse. Estaba de acuerdo con el dinero y lo demás; el único problema era que yo tenía que ir hasta su casa porque no hacía citas a domicilio.

—Además —me aclaró­—, tenés que ser muy calladito porque el nene ya duerme. Es chiquito para entender.
Colgué.
Me quedaban todavía dos números por marcar.

Marqué el siguiente, comenzando a sentirme un poco frustrado, que correspondía a una rubia cuyo rostro no se veía pero que anoté por el cuerpazo que llevaba y también porque, según decía la página, la chica era rusa; lo que me daba, además del placer de su cuerpo, el placer adicional de una íntima venganza.

Se notaba que recién había bajado del barco porque no hablaba una jota del español. Fue muy difícil hacerme entender y entender lo que me decía, pues yo tampoco hablo ruso, y lo único que sabía de ruso era que da quería decir ; de modo que cuando me tiró varios da uno atrás de otro, entendí que habíamos quedado. Le pasé la dirección y el piso. El encuentro sería luego de una hora y media en mi departamento.

Tenía un hambre atroz. Después el trajín de los preparativos para el viaje, y sin darme plena cuenta de ello hasta ese momento, había pasado el resto del día sin meterme nada en el estómago. Para aplacar esa urgencia y la ansiedad de la espera, y también para hacer completa mi despedida, decidí pedir una pizza por teléfono.

Lo siguiente fue que me metí al baño y comencé a desnudarme. Cuando estaba a punto de meterme bajo el chorro de agua caliente, oí un estruendo que provenía de alguna de las casas vecinas haciendo vibrar las paredes. Ahí comenzaban otra vez los pendejos con su consabido candombe.

Pero no estaba dispuesto a dejar que me arruinaran la última noche que pasaba en la ciudad. Menos aún sabiendo que ellos nunca terminarían de entender qué sentía yo al dejar una ciudad como Buenos Aires; y además, con la rusita a punto de llegar.

Me vestí otra vez y salí disparado hacia el pasillo, tratando de distinguir el origen de la música. De camino al ascensor lo fui pensando mejor y comprendí que más importantes que mis deseos de venganza eran los deseos que tenía de culminar bien mis días en Buenos Aires; sin afrentas, sin peleas y sin rencores. Así que, en lugar de tomar el ascensor hacia arriba, que era de donde los ruidos provenían, y enfrentarlos cara a cara, preferí ir a la planta baja y pegar mi pulgar al timbre para que entendieran que debían bajar el volumen de la música. Al abrir la puerta de calle un malón de invitados a la fiesta se precipitó hacia adentro. Sin duda iban a estar ahí toda la noche. Apreté el timbre con vehemencia. Al ratito de estar sosteniendo mi dedo en el timbre alguien levantó el auricular y le grité que bajara el volumen o me vería obligado a subir.

Volví a tomar el ascensor y antes de bajar en mi piso me di cuenta de que no me habían hecho caso: la música seguía a todo lo que daba. Sin percatarse de lo que hacían, con ese acto de desprecio, me habilitaban a que subiera a darles una tunda. Pero preferí no hacerlo. Que hagan lo que quieran, pensé. Al fin y al cabo yo me marchaba al día siguiente y no tenía ánimo para confrontar. Me metí en el departamento, me quité la ropa por segunda vez y me metí bajo el chorro de agua que había olvidado abierto en el apuro.

Me bañé tranquilo, a pesar de la música, que parecía provenir de todas partes, reconfortado al pensar que tal vez la indiferencia fuera para ellos un castigo más pleno que mi propia acción. Cerré la ducha, me sequé rápido y salí hacia la habitación. Para vestirme deshice las valijas y tomé el calzoncillo y las medias más nuevas, me coloqué perfume en el cuerpo y gel en pelo. Traté de cuidar todos los detalles para que aquella noche fuera perfecta. Elegí un pantalón gris oscuro, una camisa salmón, un cinturón de cuero negro con hebilla dorada y unos zapatos de cuero, algo gastados, pero al fin de cuentas los únicos que tenía. Al colocarme el reloj me di cuenta de la hora. ¡Era tardísimo!, la pizza aún no llegaba y con la rusa a punto de tocar.

Llamé a la pizzería para ver qué pasaba:
—De la Avenida Santa Fé le hablo, tengo una grande de muzzarella que no llega —le reproché a la persona que me había atendido
—¿Santa Fé, me dijo? —y luego de un breve silencio agregó—. Ya salió hacia allá señor, debe estar por llegar.
­—Ah, bien. En ese caso….
­—Aguarde un momento —me salió al cruce el tipo—, que ahí entra el repartidor. ¿Me espera en línea?

Y sin dejarme contestar que sí se puso a hablar con el que llegaba.
A través del auricular descolgado pude oír que le preguntaba al otro si ya había entregado la muzzarella que iba para Santa Fé, y el otro, de voz aflautada, le respondía que la pizza la tenía ahí, encima, que como no había nadie en la casa él había regresado a la pizzería sin entregar el pedido.

Entonces el tipo me habló de nuevo a mí:
—¿Estaba usted en su casa, señor?
­—Sí, claro. ¿Dónde iba a estar?
—Porque el chico me dice que estuvo tocando pero que no había nadie en la casa, señor.
—Oiga, hombre, le digo que estuve acá todo el tiempo. Bueno, me estuve bañando, pero con la puerta abierta, si él hubiese tocado lo habría escuchado. ¿No le parece?
—Aguárdeme un momento, por favor —me dijo.

Entonces escuché, a través del auricular, cómo el tipo presionaba al muchacho para que le dijera la verdad, si de verdad había llevado la pizza o se había ido a vagar por ahí; y el muchacho, ya algo asustado, insistía en que había llevado la pizza y que había estado dándole y dándole al timbre y nada, que fue cuando se dio media vuelta y volvió a la pizzería.

Después de esa discusión el tipo me volvió a hablar a mí:
­—Señor, ¿su timbre anda? —me sugirió—, porque el chico estuvo ahí, tocando.
—La puta madre… —musité temiendo lo peor.
—¿Qué hago con la pizz… ­—empezó el tipo, pero le corté antes de que terminara de hablar.

Corrí escaleras abajo, sin esperar el ascensor, y abrí la puerta de calle. Esta vez ingresaron unas chicas, hablando en inglés, que seguro iban a la fiesta de arriba. Examiné el portero eléctrico tratando de descubrir alguna anormalidad y, en efecto, la tapa tenía los tornillos flojos; y tan flojos estaban, que pude removerlos usando sólo la mano. La quité y mientras un segundo yo me miraba, más enfurecido que yo, desde el reflejo dorado del portero eléctrico, la giré y descubrí que detrás había varios cables sueltos, los que no tenía ni remota idea de dónde ajustar. Coloqué la tapa como iba y la ajusté a medias con los cuatros tornillos, uno en cada extremo.

Subí al departamento y llamé al encargado del edificio:
—Diga.
—José, los pendejos me desconectaron el portero eléctrico.
—¿Cómo?
­—Sí, José. Me la tienen jurada. Me odian. Fueron ellos.
—¿Está usted seguro?
—El portero no funciona, José. Vaya a fijarse, están los cables desconectados.
—A ver, cálmese, voy a ir tocar y usted dígame después si lo oye.
A los pocos minutos volvió a tomar el teléfono.
—¿Sonó?
—No se oyó nada, José.
—Entonces no anda.
—Es lo que le acabo de decir.
—Pero tranquilícese, hombre, que mañana se lo arreglan.
—Es que mañana viajo, tendría que ser hoy.
—Hoy es imposible.
—¿Usted, no puede?
—Yo no sé nada de porteros eléctricos. Los de mantenimiento vienen mañana para otras cosas, y de paso, les digo que se lo vean.
­—Está bien, José.
­—Lo siento, señor.
—Está bien, José. Gracias —me resigné.

Miré el reloj. Habían pasado más de veinticinco minutos de la hora convenida con la rusa. Pero era imposible que ella hubiera llegado y, cansada de tocar, se hubiese vuelto. No podía ser, porque mientras estuve yendo y viniendo no la había visto en ningún momento, debería estar a punto de llegar. Para cerciorarme la llamé por teléfono y nadie contestó, a pesar de haber dejado sonar bastante. Sin duda estaba en camino.

Me paré en el balcón. Desde allí, como no era un piso muy alto, podía ver con claridad a los que andaban por la calle. Yo estaba seguro de que la reconocería cuando llegara. Presté mayor atención a todos los que se acercaban a la puerta. Vi que entraron los extranjeros del cuarto con una chica, de seguro argentina, por lo embobada que iba con el acento de ellos; los viejitos del segundo siempre juntos y callados para todos lados; tres muchachos con botellas, seguro iban a la fiesta en el séptimo; la esposa de José, que vivía en planta baja, con la bolsa de las compras y sus tres hijos colgando. Vi que un remis giraba para tomar por Santa Fé y enseguida me di cuenta que allí venía la rusa. El coche se detuvo frente a la puerta en doble fila. Ella descendió, se subió a la vereda, de su carterita sacó un papel dando la impresión de que corroboraba la dirección, y después se acercó a la puerta lista para tocar. Era ésa. Se le notaba por la forma en que pavoneaba el traste hacia los lados.

Bajé por las escaleras, saltando los escalones de dos en dos, a ver si todavía, después de todos los contratiempos que había sufrido, se cansaba de tocar y se iba. Antes de abrir la puerta miré el reloj, no fuera a ser que me cobrara a mí su retraso.

—Hola —le dije después de abrir—, pasá.
Ella se quedó estática, como petrificada. Puesto que hablaba muy poco en español. Como no sabía si me entendía, agregué:
—Adelante, adelante —la tomé del brazo y la hice ingresar.
—¿Vos sos….? —me señaló con el índice.
—El que te llamó por teléfono —cerré, y para que no hubiera confusiones, hice el gesto del auricular en el oído usando la mano.
Dudaba, parecía desvariar, llegué a pensar que estaba un poco loquita.
—Soy el que te invitó a su departamento —le aclaré para que se sintiera en confianza.
—Ah, sí. Okay, okay —dijo sonriente y se dirigió hacia el ascensor.

La miré de arriba abajo cuando pasó a mi lado, casi que le saqué una radiografía. Vino sencillísima. No llevaba nada que hiciera sospechar de qué trabajaba, lo que me alegró, más que nada por los vecinos. No se parecía en nada, sin dejar de ser atractiva, a la mujer despampanante que mi afiebrada imaginación reclamaba. Calzaba jeans, amplios sobre las piernas, que se iban ajustando apenas a medida que subían, marcándole las caderas; una remera color negro, de tela brillante, que se cerraba en lo alto del cuello, onda años veinte; un saquito de gamuza marrón que se prendía al frente con un solo botón, y que por la tirantez, presagiaba las proporciones de sus pechos. Lo que más me llamó la atención es que iba de manera tal, con su paso sinuoso y con sus modos delicados, que usando la pericia y la intuición más que la simple vista, yo podía certificar, bajo aquellas prendas engañosas, existía un eximio cuerpo de mujer.

Al abrirle la puerta no me había parecido que fuera la misma de las fotos, o a lo mejor las fotos eran viejas y se había cambiado el cabello, pues no recordaba que fuera tan rojizo ni que tuviera bucles tan largos y pesados, aunque el cuerpo parecía coincidir. Me pareció muy bonita, no lo voy a negar. Y como su rostro era el típico de la mujer europea, redondito y pálido, resultaba familiar. Hasta me dio la impresión de haberla visto en algún otro lado.

—¿Sos Natasha? —le pregunté para asegurarme mientras le abría el ascensor.
—¿Sos Natasha? —me devolvió.
—Vos, ¿sos Natasha? ­­—le dije señalándola y marcando las sílabas para que me entendiera.

Se trepó al ascensor sin responderme. Yo la seguí y me acomodé frente a ella, pero dejé las puertas abiertas. Estábamos frente a frente, cada uno apoyado contra la pared del ascensor, mirándonos en silencio. Sus ojos chispeaban.

—¿Sos o no sos Natasha? —le volví a preguntar.
—¿You speaking english? —me tiró.
—Nada de nada —le respondí y puse las manos detrás de la espalda, apoyadas en la pared del ascensor, para darle a entender que, o me explicaba, o no nos movíamos.
—Nada… Nothing. Okay, okay —dijo después de mí.

Tomó aire, como para empezar a hablar, pero se detuvo. Bajó la cabeza, pensando cómo hacerme entender lo que iba a decirme, y después de unos segundos, presionó varias veces el botón de mi piso, confirmándome que era Natacha. Quien sino ella sabría qué botón apretar.

Cerré las puertas del ascensor y subimos. Cerca del tercer piso comenzó a oírse la música.
—Ese ruido que escuchás es porque hay unos pendejos dando una fiesta —le dije por hablar de algo.
—Fiesta, sí, sí. —dijo con una gran sonrisa en los labios, a la vez que asentía con la cabeza para dejarme saber que era la única palabra que reconocía de todas la que yo había dicho.

Bajamos en mi piso. Abrí la puerta de la casa y le hice señas para que entrara. Pasó con cautela, mirando a izquierda y derecha. Yo entre detrás y cerré la puerta. Se puso a recorrer todas las habitaciones de la casa, tomándose el tiempo que creía necesario para cada una. Pensé que teniendo un trabajo tan difícil había que aprender a cuidarse con rapidez, y corroborar que no hubiera nadie más en la casa. Quizá era un procedimiento habitual dentro de su profesion. Como me pareció bastante ducha la dejé hacer.

Primero observó las valijas, tratando de adivinar qué hacía todo eso junto a la puerta de entrada. Luego ingresó al escritorio. Que de escritorio, a decir verdad, sólo le quedaban las resmas de papel en blanco y algunos escritos míos esparcidos en el suelo. Prendió la luz y después de echar un vistazo a los papeles la apagó al salir. Tomó por el pasillo y entró a mi habitación. Me dio cierta vergüenza que viera el colchón con las sábanas revueltas, el velador en el suelo, el medio vaso de agua, la ropa tirada, en definitiva, la precariedad en que había quedado sumida la casa. Me consolé pensando que en su trabajo, con seguridad, había visto cosas peores; y aunque no fuera así, a falta de otro, tendría que ser ése el lugar donde tuviéramos nuestro encuentro. Pero era mejor pensar en otra cosa; preferí volar con la mente y colocarnos ya sobre ese colchón, con las piernas anudadas y tensas, con los labios explorando regiones indecibles, con nuestros cuerpos encastrados, formando un nuevo cuerpo, ahora harto más bello y perfecto. Desde donde estaba no podía verla, y el tiempo que se demoró en mi habitación, supuse que se entretuvo revolviendo la caja con las fotografías que yo había tomado de la ciudad, y que, de la misma forma en que había recibido las plantas, dejaba como legado para el próximo inquilino, con la esperanza de que aquella persona a la que yo nunca conocería, entendiera el mensaje que pretendía dejarle. En algunas de ellas, tomadas en automático, salía yo, siempre con un paisaje urbano detrás. Mi intención era mostrar lo feliz que había sido viviendo en la ciudad, pero en ese momento temí que ella, al verlas, notara mi soledad. En cierto momento sacó la cabeza por la puerta de la habitación para controlar qué hacía, y al verme todavía de pie junto a la puerta, esperándola, volvió a desaparecer detrás de la pared. Me senté en el suelo, junto a las valijas, a esperar que terminara de asegurarse que todo estaba okay, como decía ella. Saqué los cigarrillos, tomé uno y lo prendí. Al rato la vi pasar hacia la cocina y el baño, donde no se demoró. Atravesó el living vacío, se descolgó la pequeña cartera que traía y la dejó en el suelo, en el marco de la puerta. Se quitó el saco de gamuza y lo puso sobre la cartera. Avanzó unos cuantos pasos y se detuvo frente a la ventana, allí se detuvo. Los carteles de la calle le lanzaban destellos verdes y rojos sobre el cabello y el rostro. Me miró.

—Nada acá —dijo señalando el espacio vacío del living y las demás habitaciones.
—Está vacío porque me voy a México —le contesté—. Me voy mañana.
—México… —asintió con la cabeza y continuó mirando por la ventana, después agregó—: Mañana tú en México.
—Sí —le respondí.

La deseaba, y en ese momento me dieron ganas levantarme y correr hasta sus labios, pero no quería ser yo quien iniciara el encuentro, preferí esperar a que lo hiciera ella. En mi imaginación ella dejaba la ventana y venía a buscarme, desnudándose el torso y arrojando la remera junto a sus otras cosas, me tomaba la mano y me alzaba para llevarme hasta la habitación, donde me desnudaba. Mientras la observaba me preguntaba cómo sería estar con ella en el colchón de la pieza.

Pero la realidad permitió otra cosa, algo que distaba una enormidad de aquello que yo deseaba que ocurriese, y que a la vez, de alguna manera fue similar. Porque del choque entre fuerzas tan potentes y enfrentadas: la realidad y el deseo, resultó una fusión, un apelmazamiento que terminó originando lo que en realidad sucedió: una realidad ficcionada, una ficción hecha realidad.

Lo que ocurrió en verdad fue que ella se desprendió de la ventana, caminó hacia donde yo estaba, pero no para tomar mi mano y llevarme hacia la habitación, sino que se sentó a mi lado, en el suelo, un poco ladeada hacia mí, con las piernas flexionadas, un muslo sobre el piso y el otro sobre él. Acercó una mano hasta mi cigarrillo, con los dedos en ve, y la dejó flotando sobre mi propia mano, mirándome con la barbilla desprendida, hasta que se lo pasé.

—Gracias —dijo, arrastrando apenas la ere.
Le dio una onda calada y me lo devolvió.
—Mirá —le dije calando esta vez yo el cigarrillo. Contuve el humo unos segundos en la boca y solté tres anillos de humo que fueron abriéndose en el aire hasta desvanecerse casi por completo.
—Uy… ¡qué bonito! ­—exclamó.
Nos reímos.

Y en ese instante, sentado en el suelo junto a ella, como en las películas, pasé de la risa al llanto, sin saber bien por qué. Lloré como un crío, sin poderme contener. Lloré un llanto que quizás había comenzado mucho tiempo antes, sólo que yo no lo sabía, y pensé que arrancó en ese momento. Tal vez lloraba porque tenía que marcharme para siempre y no quería.

Sentí que ella se me acercaba y ponía mi cabeza entre sus brazos, sobre el pecho.
—Ssh…. ­—oí que me decía.
—Ssh… —me susurró mientras una de sus manos tomaba mi mentón y lo alzaba.
Dejé que su mano me guiara y alcé el rostro hacia ella, con lágrimas en los ojos. Me miró. Dos chispas azules saltaron de sus ojos a los míos.
—Vos no sos Natasha —le musité entre lágrimas—, ni la conocés.
—Ssh… Natacha no. Gabirela —dijo con la ere trabada en la lengua y después me sopló la cara obligándome a cerrar los ojos.

Una sedosa oscuridad de papilas dulces se abrió paso por la boca como un pez que buscaba refugio entre las rocas de los dientes, y de a poco unas esferas fosforescentes se fueron encendiendo por detrás de los párpados como si fueran el aleteo rítmico de un pájaro de fuego. En ese momento se empezó a oír una música hermosa que venía de arriba. Algo que nunca antes habían puesto. Yo no sabría decir qué era lo que sonaba, era un solo de piano que sonaba como si fueran dos pianos. Dos pianos que sin hablar decían: “Ssh…, tranquilo, va a estar todo bien”.

Hicimos el amor y nos dormimos. Desperté relajado en el colchón tibio a la hora exacta en que un avión partía hacia México dejándome con esa mujer intrigante que acababa de abrir los ojos sonriendo junto a mí. Desde entonces ahí la seguimos. Completos. Enamorados.

 

 

Buenos Aires, Agosto de 2005


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