Una imagen especular del infinito

Ilustración: Architectural by Andrea Minini

Días atrás y sin siquiera darme cuenta fui absorbido durante varias horas por un ensayo que leí. El ensayo se encuentra en un libro que se titula Sobre el teatro de marionetas, y es de Heinrich Von Kleist, un escritor alemán del siglo XVII.

Me impactó una analogía que hace con el infinito. La analogía es mucho más visible para mí que las cosas que dice sobre las marionetas. Von Kleist cuenta en el libro que una vez conoció a “un muchacho cuya constitución irradiaba un maravilloso donaire”. El muchacho —que rondaba los dieciséis años más o menos— para nada era consciente de su belleza y menos aún de los efectos que provocaba en las mujeres y las personas que lo rodeaban. Lamentablemente para él lo descubrió un día sin querer al mirarse en un espejo. Notó que su figura era muy parecida a la de una famosa estatua conocida como El niño de la espina. A partir de allí el muchacho sufrió una transformación. Por supuesto, para peor. Porque una vez que tomó consciencia de su belleza y de su parecido con la estatua ya no pudo parecerse a ella de forma natural, como lo había hecho hasta entonces; sino que impostaba actitudes frente al espejo, intentando, con cada gesto, con cada ademán, ser un poco más como la estatua y menos como él. El proceso de intentar parecerse a algo de manera consiente en lugar de serlo sin darse cuenta de lo que estaba haciendo fue en su propio desmedro. Se fue hundiendo cada vez más en la catástrofe. Cada vez que de manera consiente intentaba parecerse a la estatua se alejaba cada vez más y se parecía cada vez menos.

Von Kleist compara ese efecto con el de dos líneas paralelas que se van aproximando cada vez más hasta que en un punto se cortan. La intersección, es decir, el punto donde se cortan, está en el infinito. Del otro lado del punto las líneas vuelven a separarse como si fueran el reflejo de las que entraron. Es decir que el ángulo convexo que ingresa al punto es una imagen especular del ángulo cóncavo que sale por el otro lado, y viceversa. De la misma manera que un astronauta en el espacio no puede saber si está del derecho o del revés, tampoco nos es posible saber si estamos entrando o saliendo, si estamos de un lado o del otro, si somos la imagen o el reflejo. Lo único que nos queda por hacer es pasar al otro lado para averiguarlo. Pero, si una vez del otro lado perdemos la conciencia de lo que estamos haciendo, entonces se deduce que no es posible saberlo.

El muchacho del que habla Von Kleist era hermoso y atractivo hasta el momento mismo en que lo notó. A partir de que tomó consciencia de su propio atractivo y lo intentó mejorar, lo perdió. De alguna manera pasó al otro lado de ese punto ubicado en el infinito y dejó de ser él mismo. Se convirtió en una imagen especular de sí mismo. En alguien que sólo pretende ser tan bello como una estatua. Dejó de ser quien era: alguien tan bello como una obra de arte pero sin ninguna conciencia de esa belleza. Sólo después de atravesar el infinito es que nuestras acciones y pensamientos pueden fluir sin que seamos conscientes del proceso. En ese momento dejamos de ser la imagen especular de nosotros mismos, o viceversa.

Volviendo a El niño de la espina, éste volverá a ser igual de bello que la estatua el día que, acercándose cada vez más a su modelo de belleza logre atravesar ese punto que divide el “parecer algo” del “ser algo”. Para revertir el proceso el muchacho tendrá que volverse inconsciente de su belleza. Pasar el límite del infinito y atravesarlo.

Es como llevar una práctica al extremo, hasta atravesar el punto donde dejamos de ser conscientes de que practicamos y pasamos a hacer sin darnos cuenta de que estamos haciendo. O lo que es lo mismo, cuando somos infinitamente conscientes de lo que hacemos.

Es algo parecido, quizá, a lo que en Japón se les enseña a los aspirantes de samuráis. Los samuráis practican sus movimientos; primero con absoluta conciencia de lo que están haciendo; luego la práctica va convirtiendo la conciencia del movimiento en movimiento reflejo. Hasta el punto en que el samurái desaparece, de algún modo se convierte en su imagen especular, que acciona por sí misma. Es por eso que un samurái que ha practicado hasta el infinito cada uno de sus movimientos, cuando entra en la batalla ya no combate, sino que literalmente “danza con la muerte”.

Shklovski, en su ensayo titulado El arte como artificio, sostiene que “una vez que las acciones llegan a ser habituales se transforman en automáticas”. Cuenta en ese ensayo que un día estaba limpiando su casa y, a causa justamente de estar realizando esas tareas habituales sin pensar en lo que hacía, en un momento se despabiló en medio de la faena y ya no podía acordase si había pasado por el diván o todavía no. Es decir que, en primer lugar, es posible pasar del modo consciente al inconsciente y viceversa. Lo que equivale a decir que es posible pasar de la imagen a la imagen especular y viceversa. Se puede ir y venir a través de ese punto instalado en el infinito. En segundo lugar, tal como le pasó a Shklovski, no nos damos cuenta de lo que hacemos cuando estamos en el modo “inconsciente”, por llamarlo de alguna manera. Y no recordar lo que hicimos es lo mismo que si no hubiéramos hecho nada. Nuestro reflejo ha actuado por nosotros. Pero evidentemente ha actuado de manera sabia, con un conocimiento que estaba al otro lado del infinito.

Sócrates le preguntó a Ion —quien era un famoso rapsoda que cantaba mejor que nadie los himnos de Homero— le preguntó: “Dime pues, oh Ion, y no me ocultes lo que voy a preguntarte. Cuando tú recitas bien los poemas épicos y sobrecoges profundamente a los espectadores (…) ¿te encuentras entonces en plena conciencia o estás, más bien, fuera de ti y crees que tu alma, llena de entusiasmo por los sucesos que refieres, se halla presente en ellos, bien sea en Ítaca o en Troya o dondequiera que tenga lugar tu relato?” (Platón, Ion, 535c). El rapsoda le respondió que cuando no recita los versos de Homero no sabe más que Homero, ni sabe de las cosas de las que habla Homero en sus versos. Pero cuando empieza a recitar sus poemas puede pasar horas hablando con sabiduría sobre Homero y sus poemas. Sócrates, luego de un largo debate, llega a la conclusión de que el rapsoda puede hablar y decir muchas cosas como si supiera sobre Homero porque cuando lo hace está poseído por un dios —o quizá por el mismo Homero— y no porque sea un experto. Accede a un conocimiento que está del otro lado del infinito, en su imagen especular.

Tal como le pasó a Shklovski, a veces pasamos todo el tiempo en el modo especular. De tanto hacer repetitivas nuestras acciones habituales llega un momento en que nos parece que ya no vivimos. Dice Shklovski: “Así la vida desaparece transformándose en nada”. Ni siquiera percibimos los objetos que nos rodean. Sólo podemos ver su forma pero no los reconocemos, no podemos alcanzar su interior, carecemos de una visión del objeto, una visión que nos permita alcanzar el objeto como lo hicimos el día en que lo descubrimos por primera vez. Allí es donde —para Shklovski— entra el arte: “Para dar sensación de vida, para sentir los objetos. Para percibir que la piedra es piedra existe eso que se llama arte. La finalidad del arte es dar una sensación del objeto como visión y no como reconocimiento”.

Cabe preguntarse ahora: ¿de qué lado de ese punto en el infinito del que hablaba Von Kliest somos realmente nosotros? ¿Somos nosotros cuando actuamos repetitivamente y de forma infinitamente consciente? ¿O somos nosotros cuando, de tanto hacerlo, logramos pasar del otro lado y actuamos sin ninguna conciencia de lo que hacemos? Somos nosotros de ambos lados. Lo que no sabemos es de qué lado estamos.

A juzgar por lo que le pasó a Shklovski mientras limpiaba su casa, es posible que cuando se despabiló de ese estado repetitivo y automatizado en el que se encontraba, haya logrado atravesar el infinito y recobrar la consciencia de que era él. Antes, mientras limpiaba sin darse cuenta de lo que hacía, como un samurái danzando con la muerte, era una imagen especular de sí mismo, totalmente inconsciente de lo que hacía. Cuando dejamos al muchacho de la anécdota de Von Kliest, éste todavía se encontraba tratando de volver a ser tan hermoso como era antes de descubrir que era hermoso. Quizá el muchacho lo consiga cuando por fin logre atravesar el infinito y olvidarse de que está “intentando ser algo”. En definitiva, parece haber una tensión entre estar de un lado siendo una imagen que actúa “inspirada” o “endiosada” —como Sócrates dice de Ion—, donde no somos conscientes de quienes somos ni de lo que hacemos; y estar del otro lado, siendo conscientes de quiénes somos y de lo que hacemos pero sin ese conocimiento que viene, al parecer, de nuestra imagen especular que está al otro lado del infinito.

 
J.S.B.


BIBLIOGRAFIA
VON KLEIST, Heinrich, Sobre el teatro de marionetas. Madrid: Hiperión, 1988.
SHKLOVSKI, V. El arte como oficio en Teoría de la literatura de los formalistas rusos. Buenos Aires: Siglo XXI, 1978.
PLATON, Platón I. Madrid: Gredos, 1992.

 


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