Verónica a la siesta

De joven no tuve una marcada afición por los libros y la lectura. Más bien diría que adolecía de literatura. Hasta entonces el único contacto que había tenido con eso que —después supe— se llamaba poesía, se había dado cuando estaba en cuarto o quinto grado del Colegio Don Bosco, al que fui durante la primaria, allá en Resistencia, donde me crié. El maestro nos había pedido que hiciéramos una composición sobre “La madre”. No recuerdo prácticamente nada de lo que escribí. De todo eso me quedó sólo una frase. Y si la recuerdo es porque el maestro me felicitó mucho por esa frase mientras me corregía. Había puesto: “Madre es la flor que adorna al mundo”, o algo de ese tenor. El maestro habló de metáforas y lo unió a otra cosa que dijo sobre la poesía. Y fue ahí donde oí por primera vez esa famosa palabra. La segunda vez que la escuché fue de boca de Verónica. Eso ocurrió, como todo lo secreto, durante una siesta, allá en Resistencia.

Las siestas en el nordeste son más o menos como las cuarentenas de Buenos Aires: “Nadie, nada, nunca”: Nadie en la calle, nada se mueve, nunca  pasa el tiempo. Ni siquiera sopla, como acá, esa brisa fresca de las tardecitas. Allá la brisa es caliente, como el aliento de una paraguaya, diría mi primo chaqueño. Trae ese polvo que se va metiendo por debajo de las puertas y se va acumulando sobre los muebles y se asienta sobre la vajilla recién lavada de la cocina. El sol cae casi perpendicular sobre los techos de las casas y no sobra ni un alero que haga sombra. Hasta los perros desaparecen de las calles y las chicharras no te dejan dormir la siesta. Si no tenés pileta o aire acondicionado estás condenado al infierno. Literal. Lo mejor que hay para hacer a la siesta es no salir. Quedarse tirado de espaldas, en calzoncillos, sobre las baldosas frescas de una habitación oscura, abierto como una estrella, mirando la cabeza del ventilador ir y venir por la habitación, como un cíclope parado junto a la puerta, girando su ojo único hacia todos los rincones, buscando una explicación al calor, al polvo, a la quietud insoportable de la siesta.

En esa época yo estaba en el primer año de un colegio industrial. Para no quedarme tirado así como un zombi en la casa, apenas llegaba del colegio, comía algo a las apuradas y agarraba la bicicleta para irme pedaleando hasta la casa de Verónica antes de que comenzaran los calores fuertes. Nos refugiábamos en la sombra de un garage abierto que había en la entrada de su casa y nos quedábamos toda la siesta charlando y tomando tereré de limonada o algún jugo raro de esos mix que venían en sobrecitos.

A Verónica la conocí porque era vecina de Marcela, que era compañera del colegio. En casa decía que me iba a lo de Marcela y después al taller de electromecánica al que íbamos todos los lunes, miércoles y viernes. Pero la verdad es que iba directo a la casa de Verónica y me quedaba con ella en lugar de ir al taller con Marcela. A veces, Marcela, que ya se imaginaba por donde andaba, me pasaba a buscar por la casa de Verónica. Pegaba un grito desde el cruce de calles: “¿Vas al taller hoy o vas a faltar otra vez?”. Yo le respondía que vaya yendo, que yo iba después. O le decía que ese día no teníamos nada importante, me quedo acá. “Vos sabrás…”, decía ella y se alejaba caminando vestida con el overol marrón de mecánico que usábamos para no ensuciarnos en el taller. Verónica también me retaba: “Andá, boludo”, me decía. A veces se quedaba mirándome raro y me preguntaba: “¿No te estarás quedando por mí, no?”. “Nada que ver”, le contestaba yo. “Te juro, no tengo nada importante”. Entonces me contaba, como al pasar, que ella estaba saliendo con un chico de su escuela, uno más grande. Me decía el nombre, en qué club jugaba al rugby, a dónde iban a bailar los sábados, todo eso. No sé si era mentira, en todo caso no me importaba.

Una tarde en que Marcela había pasado en vano a buscarme y se había ido sola, quedamos Verónica y yo sentados bajo la sombra del garage aguantando el calor a puro tereré de limonada, recostados contra la pared, chupando de la bombilla fría sin decirnos nada. La perra de Verónica hacía un charquito sobre los mosaicos con las gotas de saliva que dejaba caer su lengua. Quizás fue ver eso: la saliva, la lengua de la perra, lo que me hizo pensar en pedirle un beso a Verónica. Se lo pregunté. No me contestó nada, salió corriendo y se metió adentro. Me quedé sentado solo, al principio callado, sintiéndome un boludo, después, como ella seguía sin volver, me quejé con la perra por lo mal que me trataba Verónica. No sé cuánto tiempo habré pasado sentado bajo el techo del garage. Estaba a punto de irme cuando ella salió otra vez. Venía irreconocible, no sé si decir feliz, pero la vi contenta. O quizá su alegría contrastaba demasiado con lo que a mí me pasaba adentro. Traía algo escondido detrás de la espalda. Se sentó a mi lado y de repente sacó un libro. “¡Mirá!”, me lo mostró. “Lo que podemos hacer es leer poesía”. Esa frase se quedó vibrando como un portazo por los pasillos comunicantes de mi sistema nervioso central por bastante tiempo. Cuando vi entre sus manos ese libro de tapas duras, amarillas como la misma siesta, lo único que atiné a decir fue: “¿Qué es eso?” Me explicó que era una antología. Me dijo que traía lo mejor de lo mejor que había escrito el autor del libro. El autor era Borges. Después leímos varios, muchos, casi todos los poemas, uno tras otro. Ella los iba eligiendo a medida que avanzaba y retrocedía por las páginas con los dedos. Parecía buscar frutos entre las ramas delicadas de un árbol exótico. Su voz subía y rebotaba contra el techo, donde estaba la pieza en la que ella dormía. Después bajaba potenciada reverberando los acentos y sonidos. Cuando llegamos a la parte que dice: Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. / ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza / de polvo y tiempo y sueño y agonía? Para mí fue como ver el big-bang en vivo, pero desde atrás, desde el otro lado.

Hace unos años me la crucé a Verónica acá en Buenos Aires. Andaba viendo libros en una librería de la avenida Corrientes, cuando todavía no era peatonal. Creo que fue en Dickens donde nos vimos. Ella estaba con el marido. Me lo presentó y todo. No tenía nada que ver con el rugbier, había sido que era otro el que le gustaba. Al final no le pude dar ese beso a Verónica, pero lo que ella me dio a mí fue por mucho lo mejor.


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